sábado, 21 de septiembre de 2013

Goce, arte y compromiso: En busca de la sonrisa encontrada





En busca de la sonrisa encontrada (Ciudad Editorial, 2012), el último libro de Reynoso, es una invitación al placer. Lo es, en principio, por el fabuloso trabajo de la prosa y del estilo, tan bien cuidados por el autor, y en segundo lugar, por el entramado de historias y pasajes llenos de poesía y edulcorada sugerencia. En busca de la sonrisa encontrada continúa la tradición de los últimos libros publicados por el autor, todos marcados por un contexto hedonista y homoerótico. Reynoso, siempre tan solemne, afirma que este no es un libro de cuentos, mucho menos una novela corta o relatos autobiográficos. Él prefiere llamarlo "un libro sin género". Sea lo que sea, se trata de una obra imperdible y necesaria para todos los peruanos.
  Copio algunos de los pasajes que me gustaron más del libro:

«Eran rostros de un dulce quemado de miel de caña que resaltaba, en contraste, con la blancura de sus dientes. Luego que salían del mar embravecido, se tendían sobre la arena caliente, cara al sol, abrían, desmesurados, sus ojos negros para quitarse la sal y después los cerraban tiernamente y entonces sus rostros adquirían una tranquila expresión de goce intemporal.» (p. 28)

«Podría decir que el más joven huele a lluvia; que el mayor, a río; que el tercero, a cocha de lianas y flores salvajes; que el cuarto, a mercadillo informal, y que el quinto, simplemente, a plaza asoleada todo el día, pero corro el riesgo de que el lector pueda pensar que la expresión metafórica de esos olores no sea más que el fruto fáustico de mi imaginación sensorial.» (p. 33)

«Con disimulo, contemplo a Gabriel: su nariz es perfilada casi navaja, su rostro es largo, el color de su tez es de un pálido marrón casi ocre y la estructura completa de su rostro se semeja a las figuras de colores de los incas que aparecen en los textos escolares. Su hablar es lento con una leve y suave pronunciación de la zeta. Está sentado frente a mí. Me alcanza la botella y aprovecho para tocarle furtivamente la mano y siento la suave y tierna vibración de su piel. Si me hubiera sentado al lado de él, es posible que hubiera
aspirado, a través de su gruesa chompa de lana, su aroma natural de hierbas frescas.» (p. 82)

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