jueves, 9 de mayo de 2013

Los verdaderos juegos de Edmundo

Texto publicado en el semanario El Búho, de Arequipa.


Edmundo de los Ríos nació en Arequipa, Perú en 1945 y según un libro sobre el Centro Mexicano de Escritores publicado en 1999 señalaba que había muerto en Perú. Llegó a México en 1966 con veintitrés años a cuestas. Poco hablaba de su país y de su familia. Parecía un ser salido de la nada, sin pasado. Cuando algo decía, bromeaba. En realidad no podía dejar de lado el sentido del humor; era, pues irónico, burlón, risueño, de buen carácter, bebedor insaciable. Pronto tuvo éxito y comenzó a ser conocido. Obtuvo la beca del legendario Centro Mexicano de Escritores y allí Juan José Arreola, Francisco Monterde y Juan Rulfo fueron sus mentores. En el plazo establecido, un año, Edmundo concluyó una novela, Los juegos verdaderos, que sorprendió gratamente a sus maestros. Rulfo exclamó: es “La novela que inicia la literatura de la Revolución en Latinoamericana.”De inmediato Emmanuel Carballo, entonces en posesión de una editorial para jóvenes valores, Diógenes, donde apareció Parménides García Saldaña, la publicó. Entre otras cosas, Carballo escribió: “Arte comprometido, pero no de consigna, reconstruye en tres tiempos, la infancia, la adolescencia y la edad de las primeras decisiones impostergables, la vida de un hombre que prefiere la muerte a la indignidad.” 

 El libro tuvo buenas ventas y los comentarios fueron halagüeños. Muchos pensaron que Edmundo se quedaría en México como lo habían hecho tantos escritores latinoamericanos, al lado de sus nuevos camaradas. No fue así. Edmundo, dolido por la reacción de un amigo cercano, escribió una larga carta de reclamo (esta revista tiene copia) y desapareció. Sí, desapareció. Nadie volvió a saber de él. Hace menos de un mes, nuestro director, René Avilés Fabila, que mucho lo trató y apreció, recibió un correo electrónico, suscrito por una mujer diciendo que había encontrado en internet algunas historias sobre el narrador peruano escritas por el propio Avilés Fabila, y avisaba de su muerte, tan callada y misteriosa como su llegada y salida de México. ¿Qué hizo, siguió escribiendo, dejó la literatura, tuvo familia? Edmundo de los Ríos fue un joven talentoso y sensible que se escondió detrás del buen humor y del arte y que algo lo ofendió en México tanto que lo     hizo morir antes de su muerte física.

lunes, 6 de mayo de 2013

Conversando de literatura y cine

Vídeo de una mesa redonda integrada nada más y nada menos que por tres luminarias de la narrativa latinoamericana (además de un importante cineasta argentino): Julio Cortázar (Rayuela), Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo) , Juan José Saer (Glosa) y el director de cine Nicolás Sarquis (Facundo, la sombra del tigre).  El tema de la conversación es  la relación que hay entre cine y literatura. Pero el vídeo también es significativo porque, como sabemos, todos sus integrantes ya no están entre nosotros.



sábado, 4 de mayo de 2013

Una de nuestras tantas muertes, de Arthur Zeballos

Ser un escritor en el Perú es difícil, casi imposible: no hay apoyo, no hay trabajo, uno es menospreciado, ninguneado, etc. Pero, ¿alguien se ha preguntado lo difícil que es ser un editor de literatura en el Perú, sobre todo si se es un editor de provincia y encima de todo, independiente? Comparto este interesante artículo de Arthur Zeballos, editor de La Travesía Editora de Arequipa, el cual apareció en el semanario El Búho y que habla acerca de los vaivenes y desventuras del trabajo editorial en provincia.

Una de nuestras tantas muertes

He tratado. Luego de más de un quinquenio de labor en el rubro editorial, nuevamente la realidad me coloca en sus parajes, en su terroso, sombrío y desolado páramo. Ya quisiera yo que fuera el páramo del mexicano Rulfo, pero no, la realidad a veces es aun más que la suma de los necios recuerdos y la muerte.
Explico. Para quienes estamos inmiscuidos y sumergidos hasta la coronilla en el medio editorial independiente (quizá en una próxima vez pueda ahondar en lo que se entiende y debiera entenderse por editorial independiente) una de nuestras tantas muertes es no poder tener espacio para mostrar y comercializar nuestros libros.
Me atrevo a decir que ya atrás habíamos dejado la muerte de la poca lectura. La habíamos digerido, asumido como nuestra, como parte de la génesis de nuestro trabajo. Ahora, la otra muerte, bajo la cual nos oscurecemos un poco más, es la imposibilidad de introducirnos en el mercado, hacer que, efectivamente, un libro peruano o arequipeño sea visto como un producto de intercambio comercial y no como un obsequio, una dadiva, un sobrante que estamos dispuestos a olvidar bajo la fórmula de me regalas un libro, te invito un trago o pago el café. Hay muchas personas que SÍ merecen que un libro se les sea entregado libre de cualquier precio, pero, sin duda, NO son aquellas que ofrecen pagar la cuenta en un bar o cafetín.
Por ejemplo, NO el estado y sus distintos estamentos gubernamentales, quienes debieran ser los primeros interesados en promover la compra de lotes para crear e implementar bibliotecas públicas y escolares. NO los libreros, que bastante beneficiados ya están con la anulación del 18% del IGV en las ventas de libros de cualquier tipo. NO los intelectuales, ni los propios escritores que como tales debieran ser los primeros en acercarse a una caja de librería y cancelar el monto por ampliar sus horizontes. NO los amigos. NO la familia. Incluso NO los críticos, pues a decir verdad la crítica ha caído en un hoyo que aun hoy es imposible vislumbrar el fondo.
Pero volvamos a nuestro tema. Si bien por rudimentos marketeros deben ser obsequiados algunos ejemplares para la difusión de la obra en medios de prensa, de nada sirve ello si las grandes o pequeñas librerías no están dispuestas a aceptar entre sus decenas de miles de libros importados, las poquísimas novelas, libros de cuentos, poemarios y demás textos de las pequeñas editoriales emergentes e independientes del país y la región, quienes, valga la aclaración, son las únicas que ponen en circulación la producción de escritores locales.
Bastante sufrimiento se tiene ya escuchando la vieja frase Lo sentimos, es política de la empresa; cuando la única política conocida es la de negarse a recibir los libros sin razón alguna, o en el mejor de los casos, recibirlos para luego ocultarlos y luego de un par de años indicar que no atraen la atención del público y que más bien significan pérdidas para la empresa. Y aunque hay algunas librerías que realizan su trabajo y logran poner en circulación los ejemplares de escritores locales, muchas veces sucede que el cobro por los libros vendidos se convierte en verdaderas odiseas imposibles de soportar.
Si bien ser editor independiente es asumir todo este tipo de dificultades, también creo que es una tarea pendiente de quienes estamos comprometidos con nuestro trabajo denunciar todo aquello que detiene nuestros esfuerzos. No quedarnos con la palabra en la boca, ni tener que cambiar lo que pretendemos decir y hacer es un derecho. No todos podemos decantarnos por publicar a ex mandatarios con serias denuncias por crímenes de lesa humanidad, ni a vedettes con pasados mas que truculentos, ni a periodistas de muy dudosa línea. Algunos aun creemos en los buenos escritores y estamos seguros que esos escritores aportan mucho nuestra sociedad.

"Lolita" de Vladimir Nabokov




 Por Alex Rivera

  Han pasado cincuenta y ocho años desde la publicación de Lolita. El tiempo, sin embargo, no ha hecho mella en ella; por el contrario, le ha dado la razón y la ha premiado con eso que solo las obras maestras merecen: el recuerdo. Con esta novela, Nabokov creó un nuevo universo narrativo. Admirador profundo de Joyce, no sólo llevó hasta lo más alto el uso de los clásicos recursos literarios de la novela del siglo XIX, sino que inventó nuevas y más refinadas formas de escribir, y que, como se ha demostrado, solo él pudo dominar a la perfección. ¿Quién nos puede deslumbrar mejor que él y con tanta efectividad en el uso del anagrama, el calambur o el dato escondido? Sin contar a los payasos y copiones de su obra, aún no he descubierto a nadie. Él es único. 
  La trama de Lolita es más que conocida: Humber Humbert, tipo cuarentón obsesionado por las nínfulas (chiquillas mayormente entre los diez y los trece años), nos cuenta el irrefrenable amor y lujuria que siente por su hijastra de doce años, Dolores Haze, chiquilla altanera, perspicaz y tentadora. Estos sentimientos, que son el motor y causa de su existencia, lo llevarán hasta el último peldaño del hundimiento moral y físico.
  Lolita es más que una novela erótica. Los lectores que vayan a sus páginas con el único propósito de calentar la entrepierna, saldrán decepcionados. No es una novela para cualquiera, además. Esta exclusividad se debe más que todo a la actitud que tome el lector en cuanto a los matices, secretos y contrastes que guarda su estructura, una auténtica caja de Pandora. Fuera de todo eso y gracias, también, a todo eso, la novela es un disfrute total. 
  Cincuenta y ocho años es poco tiempo en la literatura. Si embargo, basta con esos años para garantizar la vigencia de Lolita. Los personajes de esta novela nunca expirarán: tanto Humbert Humbert (uno de los personajes mejor planteados de la historia) y Lolita (“fresca, equívoca, prohibida, tentadora”, como la describe Vargas Llosa en La verdad de las mentiras) tienen un asiento reservado en el imaginario humano.  
  Me declaro, señores, al igual que muchos, un amante de la “verdad ninfúlica”. 



"Seis metros de soga" de Pedro Novoa


por Alex Rivera 


   Luego de terminar de leer este libro, escribí en la última página del mismo (como hago con todos los libros que leo) mi primera impresión. Es esta:Interesante novela. Está bien escrita y construida. A pesar de las florituras, tiene un lenguaje de alta calidad y proyección. Los personajes son seres en constante lucha, cuyos demonios y traumas los arrastran hasta la muerte misma. Hay pasajes muy buenos, tiene ritmo, buen estilo, y combinando todo resulta una novela nutritiva, divertida y a la vez compleja. Crítica negativa: a veces sentí que me metía mucho floro. 
   Seis metros de soga, que se hizo merecedora del premio Horacio Zeballos en 2010, es una novela que queda en la memoria. La gama de personajes que recorren sus páginas nos conmueven, intrigan e irritan. El Pólvora, personaje central del libro, lucha en un sanatorio a golpe limpio contra aquellas bestias imaginarias que aún no renuncian al pasado. Cada golpe representa la lucha en contra del olvido, la locura y el fracaso. En esta novela todos los personajes luchan. Todos están en guardia: Porque todo es finalmente una lucha: vivir, morir, hacer el amor y hasta defecar implica aguantar la respiración y ponerse en guardia. Lo que más atrae del libro es, sin embargo, el estilo con el que está escrito: ágil, cadencioso, achorado y brutal. Cada pasaje del libro es un reto al lenguaje. Y para ser honesto, mientras lo leía tenía a veces la ligera impresión de que si tuviera más barrio y más cancha disfrutaría más del libro. 
   Pedro Novoa, claro heredero del Boom latinoamericano, nos entrega una novela de alta factura artística. Sus méritos literarios se presentan como una excepción a toda esta avalancha consumista de literatura conformista y mediocre que hoy en día nos rodea. Desde aquí le decimos gracias y lo felicitamos.

Un cuento de Edmundo de los Ríos: "El ángel que quedó hasta el final"


Encontré este cuento en una vieja y conocida revista arequipeña llamada Jornada Poética, la cual fue difundida entre octubre y diciembre de 1976. Edmundo de los Ríos (1944-2008), ganador de una mención honrosa en el premio Casa de las Américas de 1968 por su excelente novela Los juegos verdaderos, colaboró con El ángel que quedó hasta el final, cuento de prosa densa y rítmica que nos narra una historia que limita entre lo fantástico y realista. El estilo encandila, no cabe duda. Romper los tejidos de su lenguaje lírico es un reto que nos revelará a uno de los mejores escritores peruanos de las últimas décadas.Transcribo el cuento tal y como está en la revista: 



EL ÁNGEL QUE QUEDÓ HASTA EL FINAL


 No habré puesto ni la primera letra en estas líneas que pretenden ser narración, y quizá espeluznante, de no ser la amada quien a ello me obligó. 
 Después de todo, yo pensé, y ella, la amada, me hizo comprender con mayores razones, él está muerto, y así esta historia no ha de fastidiar a nadie. 
 No se puede dejar de pensar, más bien, que pareciera –será la falta de costumbre de vernos como muertos– que pareciera, digo, que uno espera la muerte de otros para escribir rasgos de esas inexistencias.
 Es, pues, de un tío de quien hablo; y como debe decirse en los escritos para no abundar en datos: ha mucho tiempo queurió. 
 Hablo, se ha dicho ya, de que nada de lo escabroso que hay en este hecho perjudicará a nadie, aunque en el vivir casi nada perjudica, o perjudica tanto que con poco que se haga bien todo se salva, y se salva todo y mucho a la vez. 
  Se trata, sin embargo, que habiendo muerto, resucitó. 
  (Ahora hay que creer o no. ¿Por qué ser responsables por dudas ajenas?) 
 Fue atropellado una tarde por automóvil en la forma más aparatosa. Quedó tirado en el pavimento, borbotando sangre, coagulándose conductos de sangre, y montón de gente que se aproximaba y hacía ruedo ante el cadáver, y policía discutía con hombre chofer que se apretaba la cabeza como si le doliera fuerte, y era que no entendía cómo pudo matar a un hombre por culpa de manejar rápido, no sé qué tenía que hacer. 
 Después periódicos abiertos con diferentes titulares y fotos cubrían el cuerpo del hombre muerto, o inconsciente pero dado por muerto porque alguien bien informado que tocó el corazón exangüe y oyó oreja pegada a pecho, dijo que muerto estaba; pero el hombre en esa circunstancia de ya no perturbaciones, ensangrentado, oh Dios mío, cómo pedir, pedir, que le apretaran el pecho, que masajearan con fuerza sobre el corazón paralizado: volvería a la vida, de ahí donde estaba franqueando, de donde no se retorna más, umbral de inconsciencia letal que lo hundía o se hundía en ella, y una voz que le reclamaba un movimiento, uno solo por favorcillo para salvarse antes de que ya no haya la menor posibilidad, ¡un movimiento! 
 Ocurrió entonces: movimiento: contracción: una fibra restallando, un brazo vibrando, pero los papeles de periódico disimularon el tan grande esfuerzo, y solo hoja de periódico se corre dejando descubierto coágulo como tarántula sobre mano macilenta. ¡Entonces! Había segunda, segunda, definitiva oportunidad. Y movió otra vez –la fuerza, el esfuerzo cuando es desmesurado es como deshacerse–, y sintió un dedo que se derretía, un brazo que se hacía agua. Y alguien dijo “no está muerto”. 
 Ya pudo descansar. Esperó empapado en masa de nada, como de nada, de humo y nube que no es nada, entre sonidos brutales oscuros sin sonido. Esperó. 
 Llevaron a hombre destrozado por llantas de automóvil en ambulancia. 
 No alargar la historia es necesaria consigna: mucho tiempo después salió del hospital. Estaba bien, al parecer. Solo con el rostro desfigurado, sin nariz propiamente, los labios arrancados y toda la parte izquierda del rostro como cuando tocamos grasa gruesa para bielas o motores y se pega alargándose en la mano, así, y mutilado de piernas y brazos. 
 Pero aquí un alto. 
 Como quien borra la pizarra de los ojos. No es por este camino la historia. La verdad, siempre en el fondo la misma, es otra. No hubo atropellamiento y papeles de periódicos cubriendo el cuerpo ensangrentado sobre el asfalto reblandecido por el calor. 
 Vale más decir que un día el tío cayó en cama. ¿La razón?: el misterio más cruel y terrible: ese enfermar sin causa y súbita y de carácter mortal. 
 Ahí estaba agonizando. Aterrados sus ojos que miraban pidiendo no sé qué perdones y qué horrendedades de ojos y gestos y sudores que no alcanzaban las palabras en una boca entreabierta, reseca; asquerosamente desfigurado el rostro ante el espanto, en espasmos. 
 Pero al amanecer de dos o tres días después del agonizamiento, o al amanecer de la misma noche, el tío pareció ya no morirse, y hasta tomó caldo de gallina y alcanzó a bañarse: sin oír palabras: bañarse temprano en la madrugada con tal refriego de agua en su cuerpo que era como para creer que en agua quería limpiar de mal su cuerpo maltratado. 
 Desde entonces el tío contó a toda buena persona que quería escucharle, y poco a poco, día a día, y más mientras más tiempo pasaba, como si así advirtiera con mayor claridad lo que había ocurrido aquella noche de agonizamiento, cubierto por hojas de periódico ensangrentadas o por las sábanas sudorosas de su cama acolchada: junto a él a cada lado junto a sudores y sangres, hubo dos presencias o sombras o alucinaciones o personas que esperaban su último aliento. Así contaba el tío para que no se creyera de primera intención en locura. 
 Y una de esas presencias era como de ángel, como hermoso muchacho adolescente de amor que lloraba a su lado, impotente de hacer más. 
 Y sus lágrimas de niño dulce eran gozo para aquel que en la desesperación de la agonía más debía aterrarse que aplacentarse, pero así era tal tan grande hermosura y contentamiento del muchacho ángel ante mí. 
 Y al otro extremo, como sombra de frialdad, casi sin distinguirse, muerte que se prendía, la otra presencia, decía el tío, era de miedo y agotamiento. 
 Al contraerse el músculo exánime, al brillar el movimiento, y al correrse las hojas de los periódicos manchados de sangre con moscas desordenadas, y al escuchar la voz del peatón que decía “está vivo”, y que otro decía “ambulancia”; o de creerlo en su cama, al lograr desprenderse de las sábanas y acompañado por el muchacho ángel, llegar contra las opiniones de los parientes que lo veían agonizante sin razón –que la muerte negra hace perder todo–, llegar fuera de la habitación y enfrentarse al cielo, a la negrura del cielo, y ver como si viera por primera vez la estrellas, y sentir, levantando los brazos en alto, que las estrellas, esos puntitos rutilantes y azulados en la negrura del cielo, van penetrándolo de afiladas voces agujas azuladas hasta que el cielo, amanecer, fue azulándose, y los familiares lo regresaron a la cama ya salvo porque así lo sabía él, y la ambulancia partió llevándolo salvo hacia el hospital sin ningún periódico encima, ninguna página ensangrentada, ningún rostro lloroso. 
  Sí lloroso su rostro. Sí ensangrentado él por su propia sangre. 
  Contada está la historia espeluznante. 
  ¿Por qué no haberla contada en vida 
       del tío? 
  Daremos cuenta por qué no fue así, 
    tal dice la amada.
 Ocurre que hasta la muerte ya verdadera del tío, que fue plácida (durante noche y encontrado expirado al amanecer), el tío contó a todos; contaba con sus ojos fijos en el horizonte, fijos en un punto, atravesando todo obstáculo de por medio: contaba con sus ojos profundos, casi vacíos, cuencas desde donde salía como brota-lágrima brillo especial de locura y falsedad, de mezquindad y verdad, y narraba la veracidad de su acontecer y de su regreso de las sombras del reino de la nada, de la muerte, yo el resurrecto por obra de Dios. 
 Y ante sus ojos, ante ese brillo, en ese brillo que alcanzaba la bondad ya sin ninguna traba, y que se humedecían sin poder llorar, era mejor creerle y no dudar. 
 Por eso, la amada, aquí, a mi lado, tocando con sus suaves manos de amada amante y amantísima mi pelo cortado al rape, quisquilludo escobillón amado, dice que al contar ahora la historia del tío, “qué importa ya si se duda”. 
 Nosotros dudamos. Nosotros dudamos y por eso escribimos la historia del mejor modo posible. 
  Pero cuando veíamos los ojos del tío nosotros no podíamos dudar. 
 Hace tanto tiempo que murió que ahora al recordarlo creemos que podemos dudar libremente.
 Esa es, finalmente, la condición del hombre en la tierra: poder dudar y poder estar en certeza. Aunque para ello condición sea jugarse la vida, como si cada instante fuera rodar de dado. 
  Amada.